martes, 1 de noviembre de 2016

AUSENCIAS


Había llegado sigilosamente para instalarse en la habitación de mi hermano. Como todos los monstruos buscaba el cobijo de aquel cubículo oscuro para acurrucarse entre las mantas que todavía hibernaban, entre las bolitas de naftalina colocadas estratégicamente aquí y allá. Al principio, se presentó con un cuerpo negro, alado y deforme, cuyos ojos, si los mirabas de cerca, parecían estar inyectados en sangre.

Durante muchas noches, a la misma hora, el monstruoso ser esperaba agazapado en la oscuridad de aquel armario hasta que mi hermano se rindiera al sueño. Un grito bastaba para que yo, desde mi habitación de príncipes valientes y princesas imaginarias, corriera al encuentro de aquel niño desvalido como una heroína capaz de las más temibles gestas.

-¡Ha venido para matarme, lo sé!-gritaba entre hipos y sollozos-. Si lo vieras, Marta, tú tampoco podrías dormir. Está siempre ahí,- mientras señalaba la puerta del armario- esperando. No va a irse nunca, no hasta que...

Yo intentaba calmarlo inventado historias edulcoradas de héroes, hadas y duendes que espantaban, durante las horas restantes, las pesadillas del niño. Después llegaba el silencio. Arrebujado entre mis brazos, mi hermanito se rendía de nuevo al sueño y yo me dejaba vencer también, aunque siempre alerta, expectante, vigilando que aquel monstruo horrible no perturbara nuestros sueños.

Como cada mañana, desde que habían empezado las pesadillas, mi hermano se levantaba taciturno, pálido y ojeroso. Apenas desayunaba, se vestía lentamente calibrando cada una de las prendas que se iba a poner, sus ojos siempre fijos en la puerta entreabierta del armario. Arrastraba los pies de camino al colegio. No sonreía. Su mirada parecía perderse en algún espacio concreto que yo no lograba adivinar. Durante los recreos hacía inmensos esfuerzos por parecerse al resto de niños de su edad, pero yo sabía que algo no andaba bien. Había envejecido.

Por aquel entonces yo estaba en mi penúltimo curso del colegio. Mi hermano tenía apenas tres años menos que yo. Siempre habíamos estado muy unidos, pero mucho más desde que nuestros padres se habían separado y habían decidido ocultárnoslo todo. Mi madre trabajaba mucho y no tenía tiempo para nosotros, y cuando llegaba a casa lo único que quería era un poco de tranquilidad. Nuestros juegos fueron por este motivo siempre silenciosos; nuestros miedos, también lo serían.

-Mamá,-dije una mañana a mi madre mientras desayunábamos- Alberto no puede dormir por las noches. Dice que hay un monstruo en su armario que se lo quiere llevar.
-Eso es normal a su edad, hija. Dile que los monstruos y los fantasmas no existen, que su miedo no es real.
-¿Por qué yo no he tenido nunca miedo?
-Porque tú eres una niña muy madura y siempre dices que no te gusta perder el tiempo con tonterías.
-¿El miedo es una tontería?
-Sí, cuando hay un ser espeluznante por medio. Ya lo entenderás cuando seas mayor.

Una noche, mientras repasaba para un examen de Matemáticas, oí de nuevo el grito ahogado de mi hermano como el ladrido famélico de un perro moribundo en la noche. Cuando entré, su cama estaba vacía y la puerta del armario, cerrada. Entonces, un susurro convirtió el silencio en una especie de letanía velada por mil secretos. La voz de mi hermano se ocultaba detrás de la puerta de aquel armario. "No está preparada", decía. "Mi hermana no lo entendería. Ella no cree que existas". Me quedé paralizada; mi hermano por fin se había atrevido a plantarle cara al causante de sus pesadillas. Pero, ¿qué es lo que yo no entendería?, ¿a qué tenía que estar preparada?



Contra todo pronóstico, a la mañana siguiente mi hermano amaneció sonriente, dicharachero y con ganas de comerse el mundo a dentelladas. Yo me alegré del cambio, aunque durante todo el día y el resto de días que le siguieron a aquel no dejaran de martillearme aquellas dos preguntas. La pesadilla había terminado. Ya no habría más monstruos encerrados en el armario, más noches insomnes, más gritos rompiendo la noche. Mi hermano, volvía a ser el niño que abría los ojos de par en par, asombrado, después de contarle alguna de mis historias; el niño que volvía a jugar en el recreo con sus amigos; el que se comía el bocadillo sin masticar. El niño de las mil preguntas, el que se quedaba embobado observando sus dibujos como si fueran auténticas obras de arte. Pero todo resultó ser un espejismo porque pronto la realidad se encargaría de darnos una tremenda bofetada.

El uno de noviembre de ese mismo año, el monstruo volvió con más fuerza que nunca. Mi hermano amaneció intranquilo después de una larga noche de insomnio. Mi madre no fue a trabajar aquel día. Como venía siendo habitual en las últimas semanas, todo me fue oculto: las idas y venidas de mi madre, las ausencias intermitentes de mi hermano, la presencia de mi padre ausente, las visitas no esperadas, las palabras contenidas, las miradas veladas... Algo estaba sucediendo y yo permanecía ajena a todo cuanto me rodeaba.

Mi madre se ocupaba de todo ahora, tenía las riendas y había edificado a mi alrededor todo un sistema de cierres y blindajes que me mantenían en un limbo de incertidumbres. Pero, ¿de qué intentaba alejarme? ¿Del monstruo que estaba atemorizando a mi hermano? Yo quería gritarle que no me dejara al margen, que yo no tenía miedo, y menos de un monstruo que se alimentaba de pesadillas ajenas. Pero todo fue en vano porque una noche aquel monstruo negro, alado y deforme desapareció para siempre dejándonos una terrible ausencia. 

Ahora, desde la distancia, he podido dar respuesta a aquellas dos preguntas: no estaba preparada entonces ni lo estoy ahora y tampoco lo hubiera entendido entonces porque apenas lo entiendo ahora. Solo sé que tengo miedo: un miedo enfermizo a la soledad; un miedo sordo y hueco a las ausencias nuevas y a las viejas; un miedo espeso, pegajoso y fétido a esas noches en las que consigo vislumbrar entre la niebla de mis sueños la insoportable figura de un monstruo negro, alado y deforme que espera agazapado en el armario de mi habitación.

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